Silencio

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Por Diego Minakata Carral

Alguna vez escuché a alguien decir que en su cumpleaños pediría silencio. «¿Cómo?», le pregunté. «Voy a estar donde no haya ruido», me contestó. «¿Y te irías solo?», le dije, dando yo por supuesto que tendría que viajar para encontrarlo. «Podría venir el que quisiera, siempre y cuando esté en silencio». No quise preguntar más: las respuestas serían evidentes.

El mundo grita. Esto no es malo, —y no me interesa tomar el papel de profeta pesimista— pero grita, y en medio del barullo es necesario reflexionar de vez en cuando sobre la importancia del silencio. Existen valores, bienes que el hombre posee, menospreciados actualmente —o simplemente olvidados— por nuestra cultura. Quizá esto se deba a su discreción. Tal vez a la recatada elegancia que los caracteriza. Valores que nos resultan incómodos por recordarnos nuestros límites, o que simplemente gozan de poca popularidad al ir en contra de un pensamiento popular; como por ejemplo, la humildad o la obediencia.

Nuestra sociedad grita. Encontró en la efervescencia una forma de entretenimiento y en la espectacularidad un pasatiempo. Una prueba de ello son los inagotables sonidos en las plataformas musicales, que se van sincronizando con los eventos que transcurren a lo largo de nuestro día. Nuestra permanente aceptación a que se reproduzca el siguiente capítulo en los próximos cinco segundos, hasta que algo nos obligue a lo contrario.

Otra prueba es la publicidad del capitalismo opresor que nos persigue por todas partes y en todo momento: las noticias catastróficas —y otras historias telenovelescas— que ocurren falazmente todos los días en el país; y el tráfico; y el imbécil que tapa un carril; y nuestros asuntos; y los asuntos de otro que publica como si fueran relevantes; la opinión del que escribe en el periódico, la opinión de tus tías, el que la da puntualmente todas las noches a las 10:30, o el que opina sobre lo que escuchó que otros opinan.

Son muchas voces. Muchos factores. Diversas sensaciones con las que tropezamos constantemente, no necesariamente malas, pero ante ellas hemos de exigirnos de vez en cuando guardar silencio. No como un intento desesperado para escapar de la realidad. Ni como una medida incompetente para solucionar los problemas. Más bien, por lo que el silencio vale en sí.

Y es que en medio de un mundo que grita; que busca constantemente sensaciones fuertes y risas fáciles, el silencio se antoja monótono y aburrido. Se antoja aterrador, porque implica enfrentarnos a la verdad. Incluso en los actos religiosos como la oración, hay una tendencia constante de utilizar audios, canciones espirituosas, elementos que rompen ese silencio y que tan sólo terminan por distraer, incapacitando a la persona para interiorizar.

En el silencio nos conocemos a nosotros mismos y, en él, descubrimos lo esencial de nuestra vida: ahí nos hacemos las preguntas más importantes sobre nuestra existencia. Ahí aprendemos a querer, porque lo hacemos sin adornos; nos encontramos con la persona, con el otro; descubrimos lo que vale por sí misma. En el silencio aprendemos a contemplar la belleza, pues la belleza se manifiesta al respetarlo: la pintura expresa por sí misma y se contempla en el silencio; el poema canta solo, sin necesidad de un ritmo superpuesto y la canción se crea con el pendiente de cuidar los silencios que constituyen la melodía (de lo contrario sólo sería ruido). La naturaleza se desarrolla sin hacer cosas escandalosas, y, sin embargo, termina siendo más espectacular que lo espectacular:  el sol nace en silencio y las plantas crecen y se desarrollan sin hacer ruido.

La virtud es ardua de conseguir, no por el grado de dificultad que conlleva el conquistarla, sino porque en donde se lleva a cabo la lucha es un campo de batalla discreto: no ocurre en un acto glorioso, sino en una batalla constituida de rutina y de pocos aplausos, pero que va ganando terreno lentamente hasta vencer. 

El ruido al final termina por cansar. Hastía. Aturde nuestra vida. Nos satura de cosas innecesarias. Termina por confundirnos y ahogarnos en un mar de contingencia; con imágenes contaminantes. Y concluye con un triste y trágico final, al descubrir su engaño, su escandalosa ilusión.

En el silencio los griegos comenzaron a hacer filosofía y en él conocimos a Dios. Ahí descansamos. Reflexionamos. Pensamos. Nos enamoramos. Descubrimos la verdad. Pero lo hacemos plenamente conscientes: no es una salida de emergencia del mundo, sino un ser conscientes de nosotros mismos y de lo que vale la pena, de los que valen la pena en nuestra vida. Es un constante descubrimiento de obviedades que damos por hecho y de las que sin embargo nos olvidamos fácilmente; obviedades que lo son por ser fundamentales. El abrazar el silencio es una posición valiente ante la realidad, ante lo verídico, ante lo que nos afecta.

Ello implica prestar atención, no a lo que sucede en general, sino a lo que nos sucede y a lo que le ocurre a quienes coprotagonizan nuestra vida. No es alejarse monásticamente del mundo, sino un callar para escucharlo y comprenderlo. Conocerlo en profundidad. Lo trascendente pasa en medio del silencio. Al final, la muerte para nosotros será eso: el silencio absoluto de nuestra vida.

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